Por si no lo conocías, el síndrome de Estocolmo es, según la Wikipedia:
Una reacción psicológica en la que la víctima de un secuestro o retención en contra de su voluntad desarrolla una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con su secuestrador o retenedor.
Quizás te suene de uno de los personajes de la serie La Casa de Papel.
Y si no te suena esa serie, de la que ya hablé aquí, me declaro ahora mismo tu fan porque eso significa que vives en un mundo paralelo.
El tema es que el otro día sentí algo parecido cuando estuve fuera de casa un par de días.
El contexto
Una vez que ya habíamos interiorizado la llegada del descendiente menor, decidimos que era un buen momento para que me escapase a mi ciudad de origen a despedirme de mi abuela.
No va a cubrir esa sensación de haberme dejado cosas por decirle y hacer con ella, pero ir a enterrar sus cenizas con mi familia era lo único que podía hacer ahora.
Porque necesitaba llorarla. Con los míos y a solas.
Así que tocó separarse durante un par de días.
Lo bueno
Esa sensación de volver a tener tiempo para hacer «lo que te de la gana» es indescriptible. Aunque hubiese dormido muy poco. Pese a estar limitado a un tren.
Además, vuelve el silencio. Entendiendo como silencio que no oyes llantos. Bueno, no oyes llantos de los que te preocupan a ti; es decir, de tus descendientes.
Comes y cagas sin prisa. Sentado. Sí, ambas cosas, y creo que es mejor que no de más detalles para no revolver estómagos delicados.
Duermes. Seis horas seguidas hice. Pero de esto no voy a dar detalles porque:
- Se me saltan las lágrimas al recordarlo.
- No quiero dar «envidia» a nadie.
Lo feo
Estando ya más tranquilo en casa de mis padres, después de la despedida, hago videollamada a casa. Lo hago lo más pronto que puedo porque se que la descendiente mayor lleva regular lo de separarnos desde que la dejamos con los abuelos 4 días durante el nacimiento de su hermano.
Aunque para mi sorpresa, el más compungido era yo. Y sí que puede ser que estuviese bajito de ánimos después de lo de las cenizas. Pero el sentimiento que me invade es de añoranza. Los echo mucho de menos. A ellos, que me lo han quitado todo (sí, que también me lo dan todo).
Después de colgar intenté analizar los sentimientos que me habían invadido. Y me preocupé que estuviese empezando a generar dependencia hacia mis descendientes.
Pronto esa preocupación se convirtió en tristeza por no concederme el tiempo y el espacio de añorar a algunas de las personas más importantes de mi vida.
Lo malo
Entonces entendí que hay que tener mucho cuidado con las emociones negativas que se generan en torno a la melancolía y la morriña.
Es normal echar de menos a la gente que se quiere. Pero al primero que tienes que echar de menos es a ti mismo cuando ves que la crianza te está llevando por delante.
Porque cuando renuncias a todo para vivir por y para ellos es muy probable que sí aparezca esa dependencia. Y eso es malo para ambas partes porque será muy difícil que no intentes vivir la vida que deseas en sus carnes, condicionándolos (en el mejor de los casos).
Así que yo voy a echarlos mucho de menos cuando no esté con ellos pero voy a disfrutar a tope cada minuto que no esté con ellas.

Extra
Leyendo sobre esto de echar de menos y demás he leído algo que me ha parecido muy interesante.
El artículo, del que no pongo el link porque es de pago, venía a decir que el único momento en el que no se le puede decir a un descendiente que se le echa de menos es el primer día que venga con nosotros después de una separación/divorcio.